martes, 8 de julio de 2008

Islandia, tierra de hielo y fuego

Tras pasar la primera noche en el Youth Hostel de Reykjavik, nos dirigimos en un Ford Escape alquilado a la oficina de información y turismo del centro de la ciudad con intención de dar las últimas pinceladas a nuestro recorrido de nueve días por la tierra del hielo. Allí nos atiende una chica muy amable que casi me dobla en estatura. Complexión fuerte, pelo largo, rubio y escasamente ondulado, unas manos grandes, quizá algo toscas, y un gesto simpático en la cara. Corrobora mi idea sobre los descendientes de los vikingos, probablemente construida a través de los reportajes y dibujos animados de la televisión. En ese instante compruebo que “Vicky el vikingo” dejó una sutil huella en mi infancia. Salimos de la oficina con nuestras dudas resueltas y con algún mapa nuevo que sumar a los que hemos traído con nosotros desde Madrid. Nos dirigimos por la carretera 1, que circunvala la isla, hasta Selfoss. Más tarde nos desviamos para llegar a Kerið. Nos da la bienvenida el primero de los numerosos cráteres volcánicos que esperamos encontrar en nuestro periplo. El viento helado nos corta las mejillas, porque aunque hace sol, este aire actúa como una cuchilla sobre la piel. Bien provistos de ropa apropiada para protegernos de cualquier contratiempo climático, nos hacemos fuertes mientras tomamos algunas fotos.
Proseguimos nuestro camino hacia un punto que en el mapa se señala como Geysir, que junto con la cascada Gulfoss y el parque nacional de Thingvellir forma parte del denominado Triángulo Dorado. Este último es un punto de gran importancia puesto que es donde antaño se reunía el parlamento más antiguo de Europa. En Geysir nos encontramos con el extraordinario Strakkur que a intervalos de seis minutos emite un potente bufido acorde con el chorro de agua que lanza a más de treinta metros de altura. Por unos segundos se empeña en hacernos olvidar las leyes de la gravedad a todos los que asistimos boquiabiertos, entre sonrisas y palabras de asombro, a una proeza que logra algo más que seducir a nuestros ojos y nuestros oídos. En el mismo recinto hay restos de otros géiseres como Blesi, cuyo nombre me atrae especialmente: imagino que así podría haberse llamado la princesa vikinga que despidió al legendario marino un nublado día de primavera en el antiguo puerto islandés de Akureyri, en el Mar de Groenlandia, y cuya descendiente fantaseo pensando que podría ser la chica de la oficina de turismo. Dejó para siempre la huella de su dulce nombre sobre los labios del rudo navegante que partió dispuesto a tallar nuevos caminos sobre las crestas de las olas del mar.

Continuamos hasta Gullfoss donde presenciaremos uno de los más bellos espectáculos del viaje. La cascada de treinta y dos metros de altura brota entre la nieve bañada por la tierra. El manto blanco se dispone en capas de tonos ocres perfectamente ordenadas, al tiempo que millones de gotas disfrazadas de prismas diminutos componen un arco iris gigantesco que se asoma y se esconde al ritmo que marca el fuerte viento que amenaza con vencerme. Una vez más el paisaje consigue que me sienta diminuta pero agradecida de formar parte de la belleza natural que me rodea.

Seguimos la carretera cruzándonos frecuentemente con grupos de recios caballos islandeses que se protegen del viento fijando su mirada hipnotizada en el ocaso del sol del horizonte y como firmes mástiles permanecen impasibles frente a las caprichosas corrientes del aire que les azota.
La tarde va acabando. Hemos de buscar un lugar donde pasar la noche pero todos los alojamientos que encontramos por el camino, granjas, hoteles y campings están cerrados. Abril es temporada baja. Se nos han escapado las horas sin darnos cuenta pero aún luce el sol. Aún no somos conscientes de que los días en Islandia son largos y que incluso durante parte de las horas nocturnas nos acompañará el sol de medianoche. En un cartel informativo de la carretera encontramos una indicación a la granja Hestheimar, a unos quince kilómetros de Selfoss de camino a Hella. Leemos que se dan clases para aprender a montar a caballo, algo bastante habitual en las granjas islandesas, y en las cuadras nos indican que el alojamiento se ofrece en una segunda vivienda que se haya a unos doscientos metros siguiendo el camino. Nos atiende una agradable islandesa que nos ofrece una habitación por cien euros. Previamente nos avisa, “no rooms for sleeping bag”, y aunque llevamos nuestros sacos en el maletero del coche, aceptamos su propuesta temiendo la llegada de la noche. Nos conduce a la habitación, que se encuentra en otra casa que constituye el tercer vértice del triángulo que parecen dibujar las propiedades de esta familia, y nos da a elegir una de las cuatro bonitas habitaciones de que dispone. No hay más huéspedes, de modo que la casa es sólo para nosotros. Construida por completo de madera con un práctico y efectivo doble acristalamiento, cuando cruzamos su umbral tengo la sensación de entrar en mi propio hogar, ubicado en esta ocasión, en mitad de un páramo casi desierto. Me veo a mi misma como Sophie corriendo tras el Castillo de Howl en la peli “El castillo ambulante”. El azote del viento parece querer que nos refugiemos bajo techo y quizá confundida por la calurosa tela de araña que despliega sobre nosotros el interior de la casa, respondo afirmativamente a la pregunta de la señora, ¿do you want the hot pot?, sin saber exactamente a lo que se refiere. Entonces nos guía hacia el frío exterior y nos indica el punto en el que la fantástica bañera a la intemperie espera que la señora pulse el botón para comenzar a calentar el agua que contiene.
Nos quedamos solos en la casa, preparamos la cena con nuestras provisiones madrileñas y nos sentamos frente a unos maravillosos tés calentitos que preparan nuestra mente y nuestro cuerpo para la inmersión en el cálido oasis a cuarenta grados centígrados ubicado en el hostil ambiente de temperatura bajo cero. Con el cuerpo muy caliente y la nariz y las orejas heladas, me siento agradecida por las bondades recibidas en nuestro primer día de estancia en la tierra del hielo, y convencida de que tan sólo ha sido un aperitivo de lo que nos deparan los ocho restantes.
Sumergidos en el hot pot bajo un cielo de pinceladas naranjas, divisamos el horizonte de una tarde que se aleja al ritmo que el viento marca a las nubes, y que ahora, pasado el tiempo, compruebo que no se fue del todo: se ha prendido en mi memoria como una de los atardeceres más bellos de toda mi vida.

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