lunes, 4 de febrero de 2008

Pirracas

Es duro abandonar el paraíso de cientos de mullidos almohadones, sobre los que tumbado junto a sus amigos, ha pasado las más oscuras horas de la jornada. ¡Junto a esa pandilla de locos enanitos con los que juega dando brincos, y de vez en cuando perdiendo la cabeza, disfruta haciendo el amor! En ese entorno, su vida de color de jersey de lana de moaré, es lenta, suave, musical como la superficie del mar en calma. Y él la vive a placer. Se percibe en el nostálgico brillo de sus ojos al volver del viaje. Su deseo permanente consiste en coger el tren diario que le conduce a este lugar, pero no siempre logra alcanzarlo. Sin embargo, cuando lo consigue y llega a la estación deseada, sus pupilas se abren palpitando como el corazón de las luciérnagas. De su mano, la luna llena abandona su escondite diurno en la inmensidad del cielo y tímidamente muestra su lozana belleza sumándose al júbilo de las estrellas del horizonte. A Pirracas le encanta la luna y estoy segura de que la conoce palmo a palmo.
Poco a poco pasan las cortas e intensas horas de felicidad, y sin desearlo, su brillante mirada se contrae vencida por el minutero del reloj. Intenta resistirse con todas sus fuerzas pero finalmente cae en la tela de araña que tejen las agujas de la luz del día, costureras infatigables que cíclicamente retoman su labor con idéntica energía a la que manifestaron en la jornada anterior.
Hoy me despertó su llanto. Hoy estaba triste y había tenido malos sueños. Se movía inquieto de un lado a otro y sus ojos estaban húmedos. Quería escapar de las rejas que le mantenían acorralado, dar un paso hacia delante y saltar al vacío sin dejar ninguna huella. Abandonar el rastro del pasado e inventarse su futuro. Me suplicó que lo hiciese a través de la tierna mirada que lanzó con puntería sobre la diana que dibujó en mi pecho. Dudé un instante pero no pude resistirme. Fui hacia el salón y él siguió mis pasos. Descorrí las cortinas y levanté las persianas. Todo aquello no era un sueño. Fuera le esperaban sus compañeros de travesuras nocturnas. Estaban todos y le sonreían. Les vi a través de los cristales. Abrí las puertas del balcón del salón. Mañana, el satélite terrestre comenzaría a menguar, pero hoy todavía conservaba la forma y la textura que tanto me recordaba a un tambor de fina piel que contuviera una gran bombilla que lo iluminase por dentro. Las farolas de la calle se apagaron de repente y la acera de enfrente comenzó a parpadear al ritmo de una multitud de ojos que brillaban en la oscuridad. Se acercó a mí y dibujó varios bucles a mi alrededor mientras enroscaba su cola entre mis piernas en un gesto de agradecimiento y despedida. Se subió a la barandilla, y desde allí dio un gran salto, tal y como siempre había deseado, y se unió a los otros miembros de la pandilla.
Hoy me despertaron unas risas inocentes. Unas risas alegres que iluminaron la alborada del nacimiento del nuevo día. Me levanté buscándolas. Venían de mi balcón, pero según me acercaba a ellas tuve la sensación de que se iban perdiendo en la distancia. Ahora parecía que venían del aseo. La puerta estaba abierta de par en par y el almohadón blanco sobre su cesto. Pero él no estaba. Lo busqué por toda la casa llamándolo por su nombre sin conseguir dar con él y regresé al aseo buscando una pista de su paradero. Sobre el mullido almohadón algo despedía un brillo especial. Me acerqué, lo cogí y lo puse sobre la palma de mi mano. Me deslumbró aquella fuente de luz plateada, y aún medio adormilada, no supe lo que era hasta que a través de la ventana me fijé en cómo el sol ganaba la carrera a la luna. Tras una larga competición, se alzaba con el triunfo frente a ella. Y a través de mis ojos, convertidos en potentes telescopios, observé que la luna clara de la madrugada, había perdido su redondez: a su silueta le faltaba un pequeño fragmento, un mordisquito con la misma forma que el pedazo de luz que yo sostenía entre mis dedos. Era su presente y lo había dejad

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